A
simple vista soy valiente.
Me
gustan los truenos, los aviones y la oscuridad; lo desconocido me apasiona, el
fin del mundo me divierte; miro para abajo cuando estoy en un edificio alto y
si aparece una cucaracha dejen, yo la mato. No me desmayo si me sacan sangre y
abro apenas me llega la factura del gas; me animo a volar a Estados Unidos un
11 de septiembre y de pequeña me gustaban los payasos. Puedo caminar por
hospitales, cárceles y cementerios con mucha tranquilidad y hasta un poco de
swing.
Pero
le tengo miedo a las peluquerías.
Cada
vez que puedo no voy, por eso no voy nunca. Algunas de mis amigas se saltean
comidas, otras se saltean etapas, yo me salteo idas a la peluquería.
Tengo el pelo largo, eterno. Lo dejo crecer hasta largos que bordean lo
paleolítico, largos que salen de lo socialmente aceptable y se meten en la
comida, se ensucian con salsa; largos que cuando cierro la cartera hacen que un
mechón siempre quede del lado equivocado del cierre, largos insostenibles en el
tiempo.
Enter
me pareció un buen lugar para darle el último adiós a mis puntas florecidas,
para el descanso final de mis extremidades más extremas, quería que fuera un
espacio tranquilo, con algo de verde y cerca de mi casa. Junté fuerzas, llamé y
pedí un turno: lavado, corte y secado por favor. En el fondo tenía ganas de
cortarme el pelo, solamente no quería estar ahí cuando eso pasara. Pasó a la
hora de la comida, que nunca pasa nada. Caminé las tres cuadras hasta San
Bernardo, entré y sin espera me hicieron pasar, sentarme y apoyar la cabeza en
una especie de mingitorio, donde con masajes y agua a una temperatura de café
de starbucks, un chico rubio le dio el último lavado a mi pelo, la última cena
de un condenado a muerte, una caricia de shampoo antes de llegar a su destino
final, el piso. Para compensar me dijo que le gustaba mi color de uñas y me dio
un café. Está muy bien compensar.
Enter
es como todas las demás peluquerías que no son Enter, en el aire hay formol,
olor a pelo quemado y mujeres hablando con una cortina de secadores de
fondo, combatiendo el paso del tiempo con keratina y charlas de café.
Después del lavado me hicieron un turbante con una toalla y me llevaron
con el encargado de cortarme el pelo, otro chico rubio, que parecía ser
una continuación del primero, poquito más alto, un poquito más rubio y con un
poco más de know how . Le pedí que me corte lo mínimo indispensable. Te pago más, pero córtame menos, intenté negociar. El chico que se
suponía que tenía que cortarme el pelo, todavía no lo había podido desenredar,
hacía fuerza, tiraba, estaba arrancándome los mechones en vez de cortarlos.
Necesitaba aire, le pedí para ir al baño y salí por la puerta. Me gusta pensar
en ese día como el día en que me robé una toalla. No soy de robarme cosas pero
como no voy nunca a la peluquería, tenía que aprovechar. Camine en sentido
inverso San Bernardo, me compré una coca zero y volví a casa. Si alguien
pregunta ustedes no leyeron esto, en Enter no falta una toalla y yo soy re
valiente.